Los muertos que hablan

La ONU exige una investigación independiente sobre la fosa común descubierta cerca del complejo médico militar Nasser, en Jan Yunis, al sur de Gaza, tras la retirada israelí. Foto: IRNA

Hoy, 31 de octubre, las calles se llenan de disfraces, dulces y calabazas. La muerte aparece como juego y rito; familias salen con los niños a pedir dulces y a disfrazar el miedo en fiesta. Pero detrás de ese calor comunitario hay otras voces —sin máscaras ni caramelos— que reclaman ser escuchadas: las muertes que no fueron azar, las que se inscribieron como herramienta para borrar memoria, para desarticular comunidades, para silenciar ideas.

Por Santiago Quiñónez *

Los muertos hablan desde Gaza y desde los escombros de barrios que ya no volverán a ser casas; desde Ucrania, donde pueblos fueron barridos por bombas; desde las favelas de Río, hacia donde operaciones policiales recientes arrojaron decenas de vidas; y desde Colombia, donde fosas como La Escombrera devuelven huesos que durante décadas exigieron un nombre. Estas escenas no son metáfora: son heridas que siguen sangrando.

No hablamos solo de pérdida individual: hablamos de patrón. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos documentó que en 2024 al menos 48.384 civiles murieron en conflictos, un aumento del 40 % respecto al año anterior, una cifra que condensa cómo la violencia organizada sigue cobrando un tributo humano masivo. 

Conviene, además, distinguir las muertes inevitables o naturales —las causadas por envejecimiento, enfermedades terminales o catástrofes naturales— de las muertes evitables o sistemáticas: las que derivan de políticas, acciones militares, ejecuciones extrajudiciales o decisiones estatales que pudieron haberse evitado. A nivel de salud pública, organismos como la Organización Mundial de la Salud y la OCDE llevan años estimando muertes evitables por fallos en prevención y atención (millones de muertes prematuras evitables en países de renta alta y media), lo que resalta que muchas vidas se pierden por decisiones políticas y fallas estructurales. Pero el tipo de muerte que aquí señalamos —la muerte instrumentalizada— implica, además, un diseño político: se mata para fragmentar la memoria y neutralizar la organización colectiva.

Esa lógica tiene rostro y nombre: asesinatos de voces que incomodaban, líderes y defensores que fueron silenciados porque su trabajo mostraba otras formas de organizar la vida. La historia moderna registra casos donde intereses geopolíticos intervinieron para neutralizar liderazgos —desde Patrice Lumumba en la República Democrática del Congo, cuya eliminación estuvo vinculada a potencias de la Guerra Fría, hasta asesinatos más recientes y documentados de disidentes y periodistas (como Jamal Khashoggi), que revelan cómo los aparatos del poder pueden ordenar o facilitar la eliminación de opositores. Estas no son leyendas: son investigaciones, informes y procesos que prueban la intencionalidad política detrás del homicidio de dirigentes y voces.

La muerte instrumentada busca dos efectos: borrar el líder y mutilar la memoria colectiva. Si matan a quien encarna una causa y además rompen los archivos, las plazas y las prácticas de la comunidad, la idea pierde cuerpo y las nuevas generaciones no sabrán por qué luchar. Por eso la estrategia es eficaz: transforma la historia en vacío, fragmenta a las familias, instala el miedo y convierte el duelo en atomización social.

Los muertos nos hablan sin palabras: lo hacen en las manos vacías de las madres, en las listas de desaparecidos, en los huesos que el barro devuelve. Nos interpelan con una pregunta simple y terrible: ¿a quién sirve esta muerte? Nos recuerdan que dejarla pasar, normalizarla o convertirla en estadística es complicidad.

Y, en contraste, también están las culturas que convierten la muerte en cuidado: en México, el Día de Muertos honra a los difuntos con ofrendas y memoria; en muchas comunidades andinas y asiáticas la celebración es acto de presencia y reparación. Incluso en el cristianismo existe la conmemoración por los fieles difuntos: rituales que buscan recordar y nombrar. Esa diversidad cultural nos enseña que recordar es un acto político y humano: no es morboso, es necesario. Integrar esa tradición de memoria —rezos, altares, nombres— puede servir de antídoto contra la política del olvido.

Esta noche, entonces, los muertos vuelven sin antifaz. No vienen a asustarnos; vienen a pedir memoria, verdad y justicia. Nos llaman a nombrar, a investigar, a exigir cuentas, a reconstruir historias que algunos quisieron enterrar. Porque si aceptamos la normalidad de la muerte política —si un muerto es “otra estadística” y una fosa un “hallazgo más”—, terminamos por enterrar también la posibilidad de resistencia.

Que esta noche el disfraz no nos haga sordos. Escuchemos: los muertos también hablan. Y su mandato es un deber para los vivos: recordar, reunirnos, exigir, y proteger la vida como bien común.

* Santiago Quiñónez, periodista IMC Colombia.