
Memorias de encuentros inolvidables en los últimos treinta años con el padre Agustín Baima, misionero de la Consolata fallecido en Colombia el pasado 24 de noviembre.
Bogotá enero 1992
No se cumplían todavía las veinticuatro horas de haber llegado al aeropuerto del El Dorado de Bogotá y veía como mis padres andaban un poco perdidos y desorientados.
Muchas cosas nuevas al mismo tiempo: todo otro continente por debajo de sus pies (era la primera vez en su vida que salían de la vieja Europa); mi mamá que respiraba con dificultad («típico síntoma del mal de altura» había sentenciado el padre Cayetano recién llegado de un viaje a Bolivia y el problema fue prontamente resulto con un ben té de coca que mi mamá se tomó sin disimular cierta preocupación) y tal vez el inevitable «Jet lag» los tenía medio atolondrados y dormidos aunque fueran las once de la mañana.
Al medio día le tocó en el almuerzo en la misma mesa del padre Agustín.
«No se pueden venir a América y a Colombia sin conocer a Bogotá. Acá ven a ver sintetizadas todas las contradicciones que conocerán las próximas semanas cuando se vayan con su hijo a la Amazonia. Acá tenemos gente de todo el país y verán ustedes como es que viven en la gran ciudad. Esta tarde, los dejo descansar un poquito y después, a las 3 pm salimos. Yo los voy a llevar».
El plan estaba echo, no había posibilidad de rebatir.
A las tres no apeñuscamos todos en su Daihatsu, no particularmente grande ni particularmente cómodo… y éste primero tomó despedido la ruta hacia el sur, con sus barriadas, con su pobreza, con su desorden… llegamos hasta donde ya se divisaban los linderos de un páramo agredido por la urbanización alocada y creciente y de ahí, con toda la velocidad que el pobre carrito podía alcanzar, se tomó la dirección hacia el norte para disfrutar de sus barrios señoriales, los conjuntos cerradas y los primeros centros comerciales que en aquel entonces estaban surgiendo.
Toda la ciudad en tres horas, no ya a vuelo de pájaro, pero sí a vuelo de Daihatsu.

Cuando por la noche pude sentarme tranquilamente con mi mamá y escuchar sus primeras impresiones la respuesta fue esta: «qué grande esta ciudad, qué grande su pobreza, qué grande su riqueza, qué grandes los centros comerciales… qué tremendo mi cansancio también, pero qué grande el padre Agustín».
E sí… la misión es GRANDE. Gracias Taita Agustín.
Bogotá octubre 1999
Los misioneros que saldrían en esos días hacia Argentina para participar en el Congreso Misionero Latinoamericano estaban empacados sus últimos bártulos. Éste había llegado ya a su sexta edición y por los significativos logros ya no se llamaría Comla sino Cam, Congreso Americano Misionero, y había que abrirle campo a las iglesias del Norte del continente que poco tenían que ver con las coloridas iglesias del sur.
Los primeros dos se celebraron en México, pero el tercero fue en Bogotá y Agustín, tal vez en parte con rarón, se sentía un poco el papá de ese evento ya bastante alejado en el tiempo, pero no en el corazón de él.
– No pueden dejar atrás las telas de Chucho Tobar, ¿dónde están?
– Pero, padre Agustín eran del Comla de Bogotá, se hizo en el 1987, ya doce años atrás.
– Tú no sabes todo lo que trabajamos para preparar ese Comla, no eramos muchas personas: la misión en aquel entonces era algo aún marginal, un asunto para pocos deschavetados. A pesar de ser el continente más cristiano del mundo, los americanos aún piensan que no tienen responsabilidades con la misión universal. Nuestra animación misionera tiene que erradicar esa creencia equivocada.

Nunca, en ningún Comla, se vieron unas pinturas tan bonitas. Ese fue «nuestro» Comla. Cuantos sudores, cuanta fatiga, cuantos trasnochos, cuantas luchas; convencer a todos de lo importante que sería para esta iglesia tan rica y con una tradición misionera tan enraizada encargarse de la organización de este evento.
Milena, la secretaria del Centro de Animación Misionera, por fin halló las preciosas pinturas. Cuando se les abrieron al frente los ojos le brillaban y las acariciaba con sus manos fuertes y agrietadas por tantos caminos andados.
E sí. la misión se hace con SUDOR Y PASIÓN. Gracias taita Agustín.
Licto, década de los noventa
En realidad, ponerle fecha a esta actividad es sin duda algo arbitrario ya que formaba parte de la cotidianidad del padre Agustín en los años en los que estuvo trabajando en las parroquias de Punín primero y de Licto después. Era un método sencillo y a su manera tecnológico para darle protagonismo a las comunidades indígena. Sin separarse nunca de su cámara fotográfica que desde hace años lo acompañaba, en aquel entonces se estaba modernizando y se asomaba en el mundo del video.
Actividades «particulares», pero también tradicionales que formaran parte de la vida de las comunidades indígenas eran diligentemente filmadas pero esa parte en realidad era la más sencilla. Después había también que mostrar esas filmaciones, «para que la gente se viera, como en un film, y descubrieran que también ellos son importantes y su vida merece los honores de la crónica y de la historia»

Crear las condiciones para proyectar la película era lo verdaderamente laborioso y en eso Agustín invirtió todo su empeño y creatividad, siempre al paso con la evolución de la tecnología.
Cuando llegué a Licto por primera vez en la parte trasera del Toyota que manejaba entraba por las justas un televisor con una pantalla muy grande que no era ni delgada ni liviana como las de ahora sino grande y notablemente pesado, y para que aguantara las inevitables sacudidas de los baches y las carreteras destapadas el televisor iba guardado en una caja de madera que él mismo había confeccionado y que pesaba casi tanto como el aparato que encerraba.
Se necesitaban por lo menos dos personas, y fornidas, para cargarlo gracias a unas manijas que puestas en la base de la caja que hacían posible meterlo en la parte trasera del carro, pero después ni siquiera era necesario descargarlo: se habría la puerta, se abría la caja y la película estaba servida. Se necesitaba también una maraña de cables, extensiones y conectores indispensable para traer el fluido eléctrico incluso desde lugares en ocasiones lejanos, pero todo ello entraba en un cómodo bolso y el espectáculo estaba servido.
La felicidad de niños y mayores que se reconocían en las películas del Taita Agustín repagaba toda esa fatiga. Después del televisor por fin llegaron los videoproyectores, pesados y grandes los primeros, más livianos los siguientes… hasta los primeros años dos mil cuando la enfermedad lo alejó definitivamente de ahí. Todos esos equipos los encontré abandonados y cubiertos de polvo hace tan solo unos seis o siete años cuando estuve colaborando en la organización de la entrega de la parroquia de Licto a la diócesis.
Sin embargo, las películas, ese patrimonio de grabaciones, las guardaba todavía Agustín en Manizales y su preocupación ahora era traducir todo de VHS… a formatos digitales necesarios para los computadores de hoy. Decía, «ese es un material precioso, y no se puede perder, ahí está la gente que trabaja y que hace».
E sí la misión la hace la gente cuando se atreve a volverse protagonista… gracias Taita Agustín.
Las mil y una huerta… de toda una vida.
«Yo soy campesino, siempre lo he sido; yo he nacido en una familia pobre y numerosa y nunca lo voy a negar porque ahí fue que aprendí a cultivar la tierra y a trabajar».
Por supuesto no conocí todas las huertas del padre Agustín, pero conocí por lo menos tres: a principio de los noventa la que estaba detrás de la casa provincial en Bogotá; a finales de los noventa la de Licto que era con creces la más grande de todas; en la segunda década de este siglo la del colegio de Manizales.
Ésta fue la última y la tuvo que abandonar de la noche a la mañana cuando la enfermedad lo invalidó lo suficiente como para que se viera prudente bajarlo definitivamente del viejo Chevrolet Corsa que mimaba como a las niñas de sus ojos y que le permitía hacerse presente en los más impensados escenarios públicos de Manizales que en los últimos años fue su ciudad, como lo fue en los primeros de su parábola misionera, cuando subía y bajaba el nevado Ruiz como Pedro por su casa alardeando sus orígenes alpinos.

En Bogotá la energía era suficiente no solo para la huerta sino también para tener rasurado como el green de un campo de golf la totalidad del parque de Modelia que no es pequeño. «Lo hago para que aprenda todo el mundo que lo público es responsabilidad de todos y tan importante o incluso más importante que lo nuestro».
En Licto el terreno era enorme y todo estaba sembrado con maíz: «No puede ser que todos los demás a nuestro alrededor siembren cada centímetro cuadrado de tierra porque de eso viven… y nosotros tengamos descuidada e improductiva la tierra que taita diosito nos concedió. Tal vez no vivamos de ella, pero trabajar sí que lo tenemos que hacer porque somos como ellos, no de otra clase distinta, por mucho taitamito que nos digan».
La huerta del colegio de Manizales duró más o menos hasta la mitad del 2019 y la llevó adelante con el mismo empeño, aunque los años no habían pasado de balde y el azadón empezaba a pesar. Con la complicidad de todos, empezando por la mia que era el administrador, los empleados encargados de cuidar las zonas verdes del colegio también pasaban algún tiempo enderezando las eras y removiendo la tierra.
Cuando Agustín ya no estuvo en condiciones de ir siquiera hasta allá fue Doris la que cosechó todo lo que estaba sembrado y puntualmente enviaba lo producido a la casa de Fátima.
De veras la huerta, que en tu caso cruzó todas las edades de la vida, era casi un sacramento de un servicio comunitario que tú vivías como algo indiscutible, necesario e irrenunciable. Un servicio por el que nunca te consideraste demasiado viejo o demasiado cansado.
E sí, la misión ES SERVICIO para todas las edades. Por todo eso gracias Taita Agustín.
La última camilla. Manizales noviembre 2021.

Tengo muchas otras imágenes como estas que recuerdan momentos que vivimos juntos, pero ahora quiero recordar la última, tal vez la más dolorosa, que fue la videollamada que el padre Rino hizo cuando te llevaron por última vez al hospital amarrado a una camilla. Tal vez Rino me llamó para ver si, hablando con alguien que no veías desde hacía meses, te pudieras desentender un poco de esos procedimientos un poco rudo que te tocó experimentar.
La verdad es que no supe muy bien que decirte, me hubiera gustado volverte a ver, es más, a tu hermana le había prometido que cuando pudiera regresar a Colombia te iba a llevar ese «salame» que ella te había prometido. Pero tú te fuiste antes de que el «salame» llegara. Te lo estoy debiendo, tocará que nos lo zampemos en el Reino.
Si embargo, pensándolo bien, esa camilla tenía amarrada la misión casi como la cruz tenía amarrada la vida, pero bien sabemos que ningún lazo puede amarrar la vida y, viéndote a ti, ni siquiera la misión. No sé cómo será la tuya de acá para adelante, pero sé que será misión.
E sí, la misión es PARA SIEMPRE, así que kaya Kama, hasta siempre, Taita Agustín.
Por Juan Antonio Sozzi, IMC