Con los indígenas Warao en la ciudad

Fotos: archivo IMC Venezuela

Mi experiencia entre los Warao urbanos en Tucupita y en la formación de jóvenes misioneros durante la pandemia.

Por Silvanus Ngugi Omuono *

Hace 10 años he llegado como Misionero de la Consolata a Venezuela para realizar el año de servicio al Instituto. Hice mis votos perpetua el 18 de noviembre de 2011 y fue ordenado diácono el 25 de febrero 2012, en la misión donde hacía vida (Barlovento, Estado de Miranda) y estudiaba maestría en Teología Pastoral. Después de mi ordenación sacerdotal el 9 de diciembre 2013 en mi tierra natal, Kenia, regresé a Barlovento, donde viví los primeros nueve años, en el trabajo junto a los afroamericanos. En diciembre de 2019 llegué a Tucupita, en el Delta Amacuro, para una nueva experiencia misionera entre los indígenas Warao, abriéndome a un camino nuevo y de aprendizaje.

Cotidiano de un misionero

Llegando a Tucupita, fue acogido por el padre Chrispine Okello, misionero de la Consolata que se preparaba para ir de vacaciones a Kenia. Estuve una semana con él, aprendiendo cómo funcionaba la casa Dani Consolata (el Centro de animación misionera y pastoral indígena) y las actividades que habría que realizar en los meses de diciembre y enero del año 2020. Durante este tiempo en la escuela del padre Chrispine, tuve la dicha de participar en una boda, la primera en Dani Consolata, de una pareja indígena, apenas un día antes que el padre viajara. Me dio regocijo compartir la alegría de aquella familia.

Con facilidad entré en la dinámica de las actividades: el Campamento Juvenil, la Escuela de Fe y Cultura, la catequesis para los sacramentos, las ollas comunitarias y las celebraciones eucarísticas. El Equipo de la Pastoral Indígena se reunía semanalmente para evaluar y programar. Este me facilitó entrar en el ritmo de trabajo. De enero de 2020 hasta la mitad de febrero siguieron las actividades pastorales que ocupaban la mayor parte de mis días.

La otra dimensión supone la vida comunitaria y personal como misionero de la Consolata, en la Santísima Trinidad y Dani Consolata. Por las mañanas y las noches rezaba solo, lo mismo hacía en alimentarme, preparaba la comida y comía solo. Esta experiencia de estar solo en “la comunidad” me hizo apreciar más la presencia del otro.

Durante este periodo llegaron una pareja de Colombia, los padres Andrés y Juan Carlos de los caños (comunidades por los ríos). Tuve una gran alegría en recibirlos y compartir con ellos unos días, mientras hacían sus diligencias para poder regresar a la misión de Nabasanuka. Recibir los padres de los caños, cada vez que vienen a la Capital del Estado Delta Amacuro, es también una función de esta comunidad de Tucupita.

El valor de la vida comunitaria

Mi estar solo en esta instalación, me llevó a unos procesos internos que me hicieron acercarme más a Dios en la oración personal, y orar por los misioneros, especialmente por aquellos que se encuentran solos en las parroquias o misiones. Sentí el valor de la vida comunitaria, que no había percibido de una manera tan clara hasta ahora. Siento que estamos hechos para la comunión; y la vida comunitaria es su fundamento.

Aunque no fue la primera vez que me quedaba solo en una misión, en este nuevo contexto donde no conocía bien las comunidades, fue un gran reto para mí. Si no fuese por la organización que ya había, no sé cómo hubiese sido mi estadía aquí. El acompañar el cumplimiento de lo programado me daba alegría y ánimo para seguir adelante.

Los días de la semana tenía celebraciones en y con las comunidades. Los fines de semana había actividades que varían desde la formación bíblica, la escuela de fe y cultura, la catequesis para los sacramentos de la iniciación cristiana, la olla comunitaria, ensayos de cantos para la animación de las celebraciones en la Catedral los terceros domingos de cada mes, las 5 o 6 misas que presidía los domingos, dependiendo de la zona que me correspondía en el domingo.

El mayor desafío fue la escasez de gasolina, que dificultó mucho este acompañamiento, pero la providencia de Dios, en la persona de un vecino, ayudaba a que fuera posible acompañar a todas las comunidades, pues para echar 15 litros de gasolina se gastaba muchísimo tiempo en colas. También descubrí la importancia del descanso; por ello, en los lunes, después de los trajines de la semana entera, tomaba mi tiempo para recargar las pilas.

Jóvenes misioneros en formación

El 14 de febrero de 2020 marcó el inicio de una nueva experiencia con la visita del padre Innocent Bakwangama, junto con cuatro jóvenes aspirantes. La Delegación Venezuela me solicitó acompañar a estos aspirantes en su experiencia de propedéutico. Acepté, con un poco de miedo esta solicitud, pero confiando en la fortaleza de Dios para hacerlo bien. El 16 de febrero, fiesta del Beato José Allamano (fundador de los Misioneros y Misioneras de la Consolata), en la celebración Eucarística presidida por el padre Innocent, en la Catedral del Vicariato Apostólico de Tucupita, se inauguró formalmente el propedéutico.

En la primera semana, conté con la presencia del padre Innocent, quien ya los conocía. Fueron días de familiarización en la nueva comunidad y en el contexto. Nos pusimos a programar nuestra convivencia y vida pastoral, bien como nuestro horario y las actividades. ¡Iniciamos muy bien! Con ánimo y apertura para crecer en todas las dimensiones de la vida religiosa y misionera.

Creatividad en tiempo de pandemia

En el primer mes todo marchaba bien, hasta que apareció la pandemia del señor Covid-19 para cambiarnos el ritmo de vida. Las personas que nos colaboraban en la formación académica y acompañamiento psicológico a estos jóvenes ya no podían hacerlo. Tampoco podíamos hacer el apostolado y visita a las comunidades. Así, el confinamiento nos invitaba a cambiar nuestra programación, priorizando estar sanos y salvos del virus.

La vida comunitaria que gozaba con la llegada de estos jóvenes se me convirtió ahora en un reto. Con una juventud llena de energía y confinada en un contexto muy reducido, y con la incertidumbre del porvenir, me tocaba liderar la búsqueda de un camino. De veras, Dios alimenta a su pueblo durante el desierto. Nos puso en camino una señora llamada Provincia, que semanalmente nos enviaba aliños y frutas de su negocio. Conservábamos estos alimentos en el congelador y los gastábamos de manera regulada. Este regalo de Dios duró toda la experiencia de propedéutico.

Hacer el bien, bien hecho

En la vida cotidiana, estando en confinamiento, construimos una rutina, donde nuestra fortaleza era la oración. Nuestra capilla se convirtió en “mapamundi”. En este tiempo, con la gracia de Dios, el padre Chrispine logró regresar de sus vacaciones apenas una semana antes de la cuarentena. Con él programamos sesiones de formación de los aspirantes, de martes a viernes en las mañanas, empezando siempre con la misa a las 7am. Organizamos una práctica de lecturas comunitarias, deporte y momentos de ensayos de cantos litúrgicos por las tardes.

Al inicio, les costaba la vivencia de lo programado, pero a medida en que avanzaba el tiempo, cultivaron el gusto de leer, de hacer deporte, de escuchar y cantar en los ensayos. Con el pasar del tiempo, los cantos hicieron que nuestras celebraciones dominicales fuesen momentos de esperar. Los domingos y lunes teníamos cine comunitario. El miedo que tenía de no poder acompañar bien a los jóvenes y de que se aburrirían desapareció. Con confianza seguimos adelante hasta que culminó esa experiencia de siete meses.

“Vengan y lo verán”

Por las restricciones de traslado entre los Estados del país, no pudieron ir de una para las vacaciones. Decididos a seguir en el camino de formación, estando todavía en Tucupita, lograron inscribirse en la Universidad y, por un milagro, conseguimos viajar a Caracas para que los jóvenes pudieran seguir con su segunda etapa de formación: los estudios filosóficos.

Para mí ha sido una experiencia como la de los dos discípulos de Juan Bautista, a quienes Jesús les invitó: “Vengan y lo verán”, al preguntarle, “¿dónde te quedas?” (Jn 1, 38-39). Nos quedamos con el Señor toda esa tarde de siete meses de propedéutico; y nos dio gusto conocerlo un poco más. Por eso hemos decidido seguirle: para mí en la misión y para los jóvenes en la formación filosófica. Así queremos ser testigos del Resucitado en el mundo, desde una experiencia verdaderamente consoladora (que nunca acaba) hacia la eternidad.

En este momento estoy de vuelta en la comunidad de Tucupita, con padre Chrispine, en la expectativa de una nueva experiencia misionera.

* P. Silvanus Ngugi, imc, nacido en Kenia, es misionero en Venezuela hace 10 años.

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