Historia de un aprendizaje empático

Hola, mi nombre es Connie Mejía soy salvadoreña de nacimiento, actualmente vivo en Toronto, desde hace 30 años nacionalizada canadiense, con mucho amor y agradecimiento.

Por Connie Mejía *

Aprendiendo con el dolor ajeno

Ahora, ya con mis 55 años, he pensado que el propósito de Dios conmigo ha sido el de enseñarme la fragilidad humana. Con mis 16 años, en el colegio salesiano María Auxiliadora de San Salvador, donde estudié, me llamó por primera vez al servicio, aunque fuera una exigencia para graduarme bachiller. Mi aventura de amor al servicio comenzó en 1980, cunado, para realizar mi primer año de servicio, me destinaron al Hogar del niño abandonado. Allí me asignaron al pabellón de niños abandonados, con parálisis cerebral, muchos de ellos abandonados por sus progenitores. Poco a poco aprendí a cuidarlos, darles de comer y a sentir menos pesada la tarea.   

Terminando el año, pensé que el 1981 sería diferente, pero mi camino estaba para el servicio al necesitado. Me enviaron al Hospital de niños, Benjamín Bloons, al área de cuidados intensivos. Pude aprender del sufrimiento y la esperanza de los familiares de los pequeños, a la hora de la prueba. Un año más y yo feliz con el aprendizaje y la madurez que me apostaba el servicio.

Por fin, mi tercer año, 1982. De nuevo, sin buscarlo, en contacto con el sufrimiento y el dolor. Esta vez en el Hospital del cáncer, Divina Providencia, algo totalmente fuerte, difícil, profundamente vulnerable. Algunos, además, padecían el dolor de no tener a nadie en la vida, totalmente abandonados, en el olvido. En mi adolescencia, me era difícil entender y aceptar lo que era el cáncer, además, no era usual que alguien lo padeciera.

Un santo en el camino

Algo muy significativo, para mí, fue el haber conocido a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, en ese entonces encargado de la Capilla Divina Providencia, donde además residía.  Casi siempre almorzamos con él, ahí. Recuerdo un día que, el trabajo había sido muy duro, cambiado camas con olores putrefactos. Sentíamos náusea y vomito, no queríamos comer, el olor se había impregnado en nuestra ropa. Monseñor vio nuestra actitud y nos llamó frente al Santísimo Sacramento para hablarnos del amor al prójimo y de cómo, entregando nuestro corazón, nada de lo que hiciéramos iba a ser duro. Me marcó mucho su mensaje, lleno de misericordia y compasión. Desde entonces, nada relacionado se me hace pesado. Ese privilegio de haber compartido con un Santo, algo que en mi vida me hubiera imaginado, entiendo que me marcó para siempre. Con mi experiencia de trabajo social, vino la graduación. Una enorme satisfacción me invadía, aunque no la entendía con exactitud.

Profesional emigrante

Llegó la Universidad y decidí estudiar química y farmacia, con gran provecho y disfrute. Vino el momento del matrimonio y formé mi propia familia: mi esposo Marco Álvarez y mi pequeño hijo, Mauricio Álvarez. Siempre pensé mi vida alrededor de mis padres y en mi país, no pasaba por mi mente el emigrar.

En enero de 1991, una sorpresa: nuestros papeles de residencia salieron para Toronto. Mi esposo que, con motivo de la guerra civil, no quería ese ambiente hostil y peligroso para nuestro hijo, proponía una salida y buscaba el cómo, aunque yo no le creyera.  Fue así como en una fría madrugada del 16 de enero de 1991, amanecimos en Toronto, prestes a comenzar todo, una vez más.

La vida vista desde el que sufre

Como toda nueva inmigrante, teníamos que empezar de cero y así fue. Empezamos a trabajar en donde nos dieron la oportunidad, dejando atrás profesión que traíamos, pero siempre enfocados en tener un mejor futuro y darle a nuestro hijo una buena educación. Así pasaron 10 años, cuando Dios me toca con lo que ya había olvidado. En el año 2001 se me presentó la oportunidad de trabajar con la municipalidad de Toronto. Una oportunidad única de crecimiento en lo profesional, me esforcé y logré entrar. Lo increíble fue el por dónde Dios me llevaba: al frente tenía un buen trabajo, nuevamente me llamaba, en un país extraño y de primer mundo, a sintonizar con el sufrimiento de tantos, desafortunadamente, caídos en el deprimente mundo de la indigencia, de la droga, el alcohol, la prostitución, el homosexualismo; de los ancianos y niños abandonados, de los enfermos mentales. Todo un cuadro que no me esperaba allí en donde, aparentemente, no falta nada material, pero se percibe un vacío enorme, ausencia de Dios y falta de amor.

Una vez más, recordé esas palabras que escuché ante el Santísimo, cuando consagré mi vida al necesitado, sin darme cuenta. Hoy en día, veo mi vida a través de esa gran misión y llamado a compartir con quiénes más necesitan de nuestra compasión. Siento que Dios siempre ha conducido mi vida a dar amor y escuchar a quienes son sus predilectos. Le pido que me dé la sabiduría y el amor para continuar llevando un poquito de aliento al que necesite. Hoy, después de 20 años de servicio en todas las áreas, me siento feliz y complacida de ser instrumento para la voluntad de mi Señor Jesús, acompañada siempre de mi madre del cielo que me consuela y alienta. Vivo agradecida con Él por haberme escogido para conocer su amor y misericordia, en el prójimo.  Como familia, seguimos caminando juntos. Mi hijo ya profesional, casado y agradecido, también él, por tanto y más que Dios nos ha regalado.

* Connie Mejía, salvadoreña en Toronto.

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